Chernóbil y el poder de convicción de las compañías aéreas

Hace un par de años, observábamos atónitos en la Feria Internacional de Turismo de Madrid cómo un mayorista ucraniano vendía excursiones turísticas a la antigua central nuclear de Chernóbil.

Nos preguntamos si no entrañarían un excesivo riesgo para los visitantes, considerando que las instalaciones todavía retienen niveles muy peligrosos de radiación, lo cual nos fue confirmado por otro representante de una empresa rusa.

Esta última persona conocía a la perfección el circo que se había montado alrededor de una de las catástrofes nucleares más graves de nuestra historia, calificando este tipo de tours como «el negocio perfecto».

Según nos explicó, el gancho está en garantizar una total seguridad a todos aquellos que decidan viajar hasta Chernóbil para pasear por sus calles, aludiendo a que no se conocen casos de viajeros que se hayan visto afectados por los efectos de la radiación.

Siguiendo este criterio, las autoridades locales incluso se atreven a afirmar que las probabilidades de contaminación son muy bajas, ya que además se han implementando diversas medidas de protección para evitar problemas.

Sin embargo, tal y como nos explicó nuestro interlocutor ruso, la realidad es que tan solo se trata de un juego de palabras basado en unas probabilidades que de hecho no pueden darse.

Los efectos nocivos de la radiación en el ser humano no surgen de la noche a la mañana, y pueden tardar en aparecer desde unos pocos meses a muchos años.

En un hipotético caso de contaminación durante uno de estos tours, la persona afectada tardaría bastante tiempo en darse cuenta del problema, pero lo cierto es que nunca podría asegurar con rotundidad que el mismo se debe a una visita realizada en Chernóbil, o a otro tipo de causas naturales y biológicas propias.

Durante el primer año de funcionamiento de este tipo de excursiones, se permitió a muchos periodistas y fotógrafos acceder al interior de las casas de la localidad de Prípiat, donde se han registrado niveles muy altos de radiación.

Ante esto, se decidió cancelar la actividad y reducirla a pasear por sus calles, pero evitando entrar en las viviendas que en su día habían sido abandonadas por los vecinos de la zona, justo después de la catástrofe.

Aún en el caso de que alguno de estos periodistas y fotógrafos desarrollasen una patología que pudiese atribuirse a una sobre exposición a la radiación, nunca podrían demostrar fehacientemente que su origen tuvo lugar el día en el que hicieron la visita a Chernóbil.

En realidad, no es que las probabilidades de contaminación sean bajas, sino que las probabilidades de relacionar una enfermedad posterior con la visita a la antigua central nuclear son prácticamente nulas.

Y traemos a colación esta historia tras percatarnos de la alegría y regocijo demostrado por todas las compañías aéreas y demás organismos del sector, tras la noticia de que ninguno de los pasajeros que volaba en el el avión de Iberia Express que el pasado 29 de Mayo operaba la ruta entre Madrid y Lanzarote, había dado positivo en los tests para la detección del coronavirus.

El mensaje que se han encargado de transmitir la práctica totalidad de medios de comunicación de nuestro país, es que esto demuestra que «los protocolos funcionan y viajar en avión es seguro porque las probabilidades de contagio son muy bajas».

En ese preciso instante se nos vino a la cabeza la anécdota que acabamos de relatar, porque la realidad es que las probabilidades de contagio a bordo de un avión no sólo no son bajas, sino que superan con creces las de otras situaciones que los propios organismos sanitarios definen claramente como «de riesgo».

No es que no existan casos registrados de contagio de enfermedades infecciosas dentro de la cabina de un avión, que de hecho hay unos cuantos documentados por la OMS bastante graves, sino que es prácticamente imposible atribuir con certeza los mismos al hecho de haber estado dentro del aparato.

Para demostrar que un pasajero se contagió durante un vuelo en avión, habría que hacerle un test antes de embarcar, y otro después de su llegada a destino, pero no tras aterrizar, ya que lo que se conoce como el «periodo de ventana» (el tiempo que pasa desde que se entra en contacto con el virus, hasta que el resultado de la prueba sea positivo) puede ser de varios días.

Aún en el caso de que arrojase un positivo, cómo demostrar que el mismo se debe a un contagio durante el vuelo, y no a otro posterior después del mismo (o incluso anterior).

Tanto las pruebas analíticas, como las PCR, pueden orientar hacia una fecha aproximada en la cual el paciente pudo entrar en contacto con el virus, pero lo que no pueden hacer es determinar el momento exacto en el que esto ocurre.

Hasta dónde puede llegar el poder del lobby aéreo para convencer a sus usuarios de que cuando estén en la playa, o en una terraza al aire libre, tienen que guardar una distancia social de seguridad, o portar mascarillas sanitarias en la cara, pero cuando tengan que permanecer varias horas dentro de la cabina de un avión, la seguridad está garantizada.

¿Qué protocolo de seguridad se supone que ha funcionado en el caso del avión que aterrizaba en Lanzarote el pasado mes?. Los pasajeros no fueron sometidos a ninguna prueba previa al embarque, y tan solo se les exigió utilizar mascarillas durante el vuelo.

Si no hubiese saltado la incidencia en pleno trayecto, ni siquiera se les hubiesen practicado tests al resto de pasajeros.

¿De qué nos alegramos exactamente por este asunto, de qué un buen número de usuarios del mismo vuelo hayan tenido que someterse a una cuarentena a su llegada a Lanzarote por haber volado con otro pasajero positivo?.

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