Cuando un japonés estornuda o tose dos veces, automáticamente ya sabe que tiene que hacer uso de una mascarilla sanitaria en el momento de salir a la calle.
No necesita que se lo aconseje nadie, ni que se lo anuncien por la tele, ni que se lo pidan sus amigos, sus familiares, o los usuarios del transporte público. Simplemente sabe que es lo que corresponde hacer para proteger de un contagio al resto de la población, que también haría lo propio para protegerlo a él.
Nadie se ríe al verlo con la mascarilla puesta, nadie lo mira mal, nadie lo considera un súbdito de los poderes establecidos, o una oveja del rebaño de ciudadanos sumisos, ni un hipocondríaco de manual.
No se montan dramas porque sea un elemento molesto de llevar durante largos períodos de tiempo, ni se alude a sistemas de control de la población por parte de los poderes en la sombra, o a los efectos del sistema 5G, o a la implantación de chips en humanos para controlar sus movimientos.
Sin embargo, en Occidente no nos gusta que nos digan lo que tenemos que hacer.
Hace 48 horas, un conocido activista político de los EEUU era expulsado de un vuelo de American Airlines por negarse a llevar una mascarilla sanitaria.
Una de las tripulantes de cabina se acercó hasta su asiento para conocer el porqué no hacía uso de este elemento de protección, y le preguntó si padecía algún tipo de patología que le impidiese llevarla.
Brandon Straka, que es el nombre de esta persona, le contestó que sí había una razón por la cual se negaba a ponérsela: «el sentido común».
Se le indicó que en el mismo avión volaban otros 122 pasajeros, todos haciendo uso de sus mascarillas, y que él tendría que hacer lo mismo si quería permanecer en la cabina.
En ese momento, el señor Straka comenzó un largo discurso que hacía referencia a los derechos individuales sobre su persona, a la capacidad de decidir por si mismo, a su libertad de pensamiento, y cómo no a la socorrida Quinta Enmienda, que suele aparecer como excusa a la hora de justificar cualquier tipo de comportamiento en Norteamérica.
Y sobre esto cabría pensar cómo es posible que países vecinos de China, y que están expuestos al virus en mucha mayor medida que los europeos o todos los del continente americano, hayan tenido tan buenos resultados en su lucha contra la pandemia.
Japón apenas ha confirmado 18.000 casos y un total de 935 fallecidos. Corea del Sur tiene 12.000 casos y 280 fallecidos. Incluso en la propia China, donde empezó todo, «sólo» se han registrado 4.600 fallecidos (al menos en teoría).
Sin embargo, en Europa hablamos de cientos de miles de afectados y un número exageradamente alto de víctimas, mientras EEUU alcanza el primer puesto mundial de enfermos por coronavirus.
Esta misma semana se confirmaba el contagio de un pasajero a bordo de un avión de Air New Zealand, en el que viajaban otras dos pasajeras infectadas por Covid19.
Antes del despegue se habían producido múltiples discusiones con la tripulación, ya que había pasajeros que no hacían uso de mascarillas, y los asientos correspondientes a la clase Economy superaban el 85% de ocupación.
Estamos hablando de un vuelo de más de 14 horas de duración, en el que las posibilidades de contagio aumentan muy considerablemente.
Con la que está cayendo estos días, ¿a quién se le ocurre meterse en la cabina de un avión durante semejante espacio de tiempo sin ningún tipo de protección?. Pues a muchísima gente, más de la que uno podría imaginar.
Y es que la filosofía utilizada por este tipo de personas es la misma de los «anti-vacunas»: si ya usan la mascarilla el resto, yo me puedo ahorrar el esfuerzo porque viajo en un entorno protegido.
Ni siquiera argumentando que es la propia vida la que se está poniendo en juego, es posible convencer a esta gente para que intenten cumplir las normas que respetamos la gran mayoría.
Es que me agobia, me corta la cara, me duele la nariz, me estropea las orejas, o me da sensación de ahogo, son las excusas que esgrimen aquellos que rehúsan las mascarillas sanitarias.
Pues si eso les agobia y les da sensación de ahogo, que esperen a ver lo que sienten postrados en la cama de una UCI con un tubo metido por la boca hasta los pulmones.