Corrían los años sesenta cuando Elvis Presley escandalizaba a medio mundo con sus movimientos pélvicos, mientras los Beatles hacían lo propio con sus cortes de pelo, y los Rolling con una actitud que rozaba entre lo chulesco y lo provocativo.
En la década siguiente aparecían Led Zeppelin, Queen, Pink Floyd, The Who, con solos de guitarra imposibles, melodías eternas y toneladas de creatividad.
En los ochenta arrasaban Guns N´Roses, Iron Maiden, U2, Aerosmith. Prince salía al escenario vestido con ropa femenina y cantando de falsete, y Elton John diseñaba un par de gafas para cada aparición en público.
Hoy, triunfan en la música tipos que parece que se acaban de escapar de una banda de narcotraficantes, vestidos con un chándal del Decathlon y el muestrario de una joyería de bajo coste.
Su música sale del disco duro de un ordenador, y se utiliza principalmente para reforzar los glúteos en las clases de zumba.
¿En qué momento se jodió la música?
Pues valga la comparación para ilustrar lo que ha ocurrido con los viajes, que parecen haber seguido la misma senda de deterioro que ha experimentado la música.
Qué ha quedado de aquellas agencias donde esperabas a ser atendido sentado en un sillón y mirando las fotos de cientos de catálogos, soñando con ir al Amazonas, pasear por Los Angeles, o bañarte en el Caribe.
Te atendía un profesional que había estado en los destinos de los que te hablaba, y te recomendaba desde un hotel, a un restaurante, o una peluquería.
Ahora, aquellos paquetes se venden en apartados de distintos supermercados, donde un empleado con un contrato temporal, y que sabe que no va a ser renovado, te lee lo que dice el catálogo que está obligado a vender.
Ya no ves aquellos posters de la TWA, o la PANAM, o las fotos del Taj Mahal, o el Empire State. Ahora estás contratando un viaje rodeado de ofertas de yogures, melones, y cuchillas de afeitar, y sin moverte de la misma silla compras un hotel y financias la Roomba.
Antes llegabas al aeropuerto y te esperaba un representante del touroperador. Te empujaba el carrito de las maletas hasta el mostrador de facturación y luego te despedía cuando accedías a la puerta de embarque, deseándote un feliz viaje.
Ahora te encuentras con un empleado de la aerolínea, que te pide que no vayas al mostrador a tocar las narices y te factures tú mismo tu propio equipaje en las máquinas correspondientes.
Te indica que si tienes dudas que lo avises, pero cuando te das la vuelta ya se ha esfumado, porque sólo trabaja a media jornada con un contrato de obra, y tú acabas con la duda de saber si has mandado tu maleta a Málaga, o a Kuala Lumpur.
Y sí, tenías espacio de sobra en las manos para llevar tus cosas, porque no tenías que cargar con el puñetero palo selfie, ni retransmitir en directo tu visita a los lavabos femeninos de la T4 de Barajas.
Un vuelo directo era directo, esto es, sin paradas intermedias. Hoy, lo normal es aterrizar a medio camino para desalojar a los borrachos de turno, los que se han dado de tortazos después de despegar, o los que se han mentado a la madre.
Cuando entrabas al aeropuerto eras un pasajero, un turista, o un viajero. Ahora eres un presunto terrorista, hasta que no se demuestre lo contrario.
¿En qué momento se jodió el viajar?. ¿Cuándo decidimos que era interesante ver tropecientas mil fotos de pies en la playa?.
Antes, viajar equivalía a escuchar Bohemian Rhapsody, ahora es como oir el Cuatro Babys de Maluma. Manda carallo…