AENA, empresa dedicada a la gestión de aeropuertos en España y que cuenta con una participación estatal del 51% a través de ENAIRE (empresa pública dependiente del Ministerio de Transportes), perdía ayer más de 500 millones de euros en bolsa.
El motivo de esta catástrofe es el anuncio realizado desde Moncloa, confirmando que se había alcanzado un acuerdo de cara a la eliminación de ciertas rutas aéreas domésticas, cuando estas puedan ser sustituidas por viajes en tren de una duración no superior a las dos horas y media.
De este modo, España se uniría definitivamente a una tendencia que comenzó a extenderse por Europa hace ya algunos años, y que se vendió al gran público dentro de un formato denominado «Flight Shame» (vergüenza a la hora de volar), según el cual los usuarios del transporte aéreo deberían estar avergonzados cada vez que toman un avión, por el impacto ecológico y medioambiental que crean las aeronaves.
Independientemente de que nadie ha llegado nunca a explicar con claridad los efectos de este tipo de medidas en el mercado laboral, donde se presume la pérdida de un importante número de puestos de trabajo, o sobre las compañías aéreas, principales afectadas que tendrían que recurrir a la subida de sus tarifas para compensar la cancelación de ciertos vuelos, a priori se dan por buenas ambas circunstancias al ponerlas en contraste con la capacidad de poder disfrutar de un entorno medioambiental más seguro y menos contaminante.
De hecho, se otorgan de oficio al transporte ferroviario una larga lista de beneficios, los cuales en muchos casos distan enormemente de la propia filosofía de la medida en cuestión, implementada con el fin generalista de reducir las emisiones de CO2 a la atmósfera.
La gran falacia de todo este asunto radica en que la comparación entre la contaminación derivada del transporte aéreo y del transporte en tren, debe de realizarse centrándose no sólo en el desplazamiento en si de un viajero, sino teniendo en cuenta todos los demás factores que rodean y engloban a ambos sistemas de transporte.
Aún en el mejor de los casos, dando por válidas todas las «verdades a medias» que se han vendido en relación con la necesidad de prohibir las rutas más cortas en avión, lo único cierto e irrefutable es que el sector transportes produce el 25% del total de emisiones de gases de efecto invernadero en España, y dentro de ese porcentaje la aviación civil apenas aporta un 10%, frente al 85% del transporte por carretera.
Sería también muy bueno aclarar que cuando se proclaman las bondades del tren, se están utilizando como referencia datos y estadísticas correspondientes exclusivamente a los trenes de alta velocidad, en el caso de España del AVE, sin hacer mención a que este no alcanza la totalidad del país y que en muchos lugares es necesaria la utilización del tren convencional, el cual sigue consumiendo para su funcionamiento combustibles fósiles, cuya capacidad contaminante es infinitamente superior a la de los trenes eléctricos.
A la hora de hacer comparativas, también se da siempre por hecho que los trenes de alta velocidad circulan precisamente a la velocidad ideal en la cual se encuentra el mayor equilibrio entre su operación y los diversos factores contaminantes, algo que tampoco ocurre en muchos casos, ya que este dato depende tanto del trazado, de las condiciones meteorológicas, del número de motores y vagones utilizados, o de si se trata de una ruta directa o con paradas intermedias.
Y este si es un factor determinante si se quiere hacer una comparativa real entre avión y tren, ya que a mayor velocidad la eficiencia de este último medio de transporte aumenta (siempre que no se superen determinados parámetros), pero para conseguir esto es necesario consumir mayor energía, lo que finalmente nos lleva a determinar de qué manera, con qué coste, y bajo qué circunstancias se produce la energía eléctrica que está utilizando el tren para funcionar.
Este coste, tanto en términos económicos como materiales y ambientales, aunque va directamente unido al transporte ferroviario, no se computa a este sino al sector industrial, algo que no ocurre con el sector aéreo, al cual se le aplican unos coeficientes contaminantes prácticamente fijos y que ni siquiera tienen en cuenta el uso de nuevos combustibles más eficientes, así como todas las novedades que mes a mes va presentando la industria aérea en este campo, probablemente la más concienciada y la que está logrando mayores avances.
Misma situación que también ocurre en la denominadas fase previa, fase de mantenimiento y fase final del transporte ferroviario, que se corresponden con la construcción de los trenes (máquinas y vagones), el coste de mantenimiento de los mismos, y su vida final, entendida esta última como retirada y destrucción de todo el material, vehículos y elementos utilizados y ya caducos.
Dado que normalmente estas 3 fases son explotadas por terceras empresas, muchas de ellas privadas y otras públicas, todo el consumo energético y capacidad contaminante de las mismas se atribuye a los sectores de la construcción y al industrial, liberando a los trenes de esta carga que de por si es enormemente contaminante (de hecho, muy superior a la del sector aéreo).
Muchos expertos han recomendado no sólo tener en cuenta a la hora de calcular coeficientes contaminantes en la primera fase la propia construcción de los trenes, sino también la de todas las infraestructuras que estos tienen que utilizar, lo que incluiría entre otros el movimiento de tierras, su traslado y acumulación en otra ubicación (con el correspondiente impacto ambiental), la adecuación de las mismas para el trazado de las vías, los túneles que son necesarios perforar (la eficiencia de los trenes de alta velocidad depende en buena medida de contar con un trazado recto y con el menor número posible de curvas), además de las infraestructuras necesarias para la protección de las vías, como vallas y elementos disuasorios para el cruce de animales y personas, o las utilizadas para la reducción de la contaminación acústica.
Hablamos de trazados de muchos miles de kilómetros, que obviamente no son necesarios en el transporte aéreo, que tan solo precisa de una red de aeropuertos apropiada con las correspondientes pistas de despegue y aterrizaje, cuya longitud en raras ocasiones supera los 6 km.
Otro factor a tener en cuenta y que tampoco se atribuye directamente al transporte ferroviario, es el mantenimiento posterior de todas estas infraestructuras.
Los largos túneles (así como muchos otros tramos exteriores), necesitan una iluminación apropiada, que consume energía y también es contaminante (incluso a efectos lumínicos), las agujas ferroviarias necesitan estar calefactadas, es necesario mantener paneles informativos y señales luminosas en las vías, así como sistemas electrónicos de seguridad y también de comunicaciones.
Tampoco hay que olvidar que estos trenes pueden transportar al triple, o incluso cuádruple número de pasajeros de un avión medio convencional (los utilizados para operar vuelos domésticos), lo que requiere la implementación de aproximadamente entre 10 y 12 vagones.
Estos vagones precisan de calefacción en invierno y aire acondicionado en Verano, un sistema de iluminación apropiado, así como otro tipo de servicios de los que no disponen las aeronaves, como cafeterías o restaurantes, que a su vez hacen uso de maquinaria industrial.
En lo que respecta precisamente a la ocupación, podríamos decir que es uno de los factores determinantes para realizar un cálculo correcto respecto tanto a la contaminación, como específicamente a la liberación de CO2 a la atmósfera de los medios de transporte.
Un autobús urbano, aún utilizando combustibles fósiles, es menos contaminante que los vehículos privados si circula con un nivel de ocupación muy elevado.
Dado que hay diversas rutas operadas por trenes de alta velocidad con una ocupación media cercana al 92%, se ha extrapolado este dato a todas las rutas y frecuencias del AVE, cuando este porcentaje fluctúa de manera muy importante dependiendo de las ciudades de origen y destino, y de las fechas del año en las que se producen los viajes.
Mientras que un tren va a seguir circulando esté lleno o no (podría sólo disminuir frecuencias si la ruta no es rentable, dado que el trazado ya está hecho), las compañías aéreas se replantean normalmente operar vuelos cuando la ocupación no supera el 80/85%. Si con el tiempo el número de pasajeros no aumenta, se cancela la ruta en cuestión sin mayor problema, algo que es bastante más complicado de hacer si hablamos de infraestructuras ferroviarias, difíciles y complicadas de implementar y lógicamente también de eliminar en un momento determinado.
Por último, si efectivamente se desea establecer una comparativa sobre el efecto contaminante de un avión frente a un tren, además de todo lo apuntado anteriormente, es necesario establecer si los datos utilizados para la misma van a hacer referencia a la distancia recorrida por pasajero, tiempo de viaje, kilómetros recorridos, ocupación real de los medios de transporte u ocupación potencial de los mismos, etc.
No tienen el mismo significado los términos trayectoria, o trazado, que distancia. Mientras que en un vuelo entre Madrid y Barcelona se recorren 528 km, por carretera es necesario cubrir 612 km, mientras que por tren la cifra varía entre los 707 km de las vías convencionales, a los 627 km de las utilizadas por la alta velocidad.
Los viajes en avión entre estas dos localidades se pueden realizar en apenas una hora (las aerolíneas suelen facilitar un mayor tiempo para cubrirse las espaldas en caso de retrasos), mientras que el AVE cubre esta distancia en aproximadamente 2 horas y 45 minutos.
Si no hay posibilidad de volar ciertas rutas, todos los pasajeros que antes tomaban el avión se verán obligados a viajar en tren, para lo cual habrá que aumentar la capacidad de los mismos (al menos al doble), con convoyes más largos y con más vagones, más frecuencias, mayor capacidad en las infraestructuras, con estaciones de mayor tamaño, aparcamientos más grandes, andenes y hangares para poder albergar más trenes, más servicios complementarios, etc, lo que significa un mayor aumento del consumo de energía.
Y como comentábamos al comienzo, los trenes AVE y sus derivados no son mágicos, necesitan esa energía para poder funcionar, y hay que extraerla de la naturaleza por los medios que cada país considere más oportunos.
La gran falacia de este asunto, como dijimos anteriormente, es no querer imputar al tren la contaminación y el consumo energético que necesita para funcionar, atribuyendo a otros sectores tanto el gasto económico como el deterioro ambiental que se produce para fabricar un tren, su infraestructura de recorrido, su mantenimiento y conservación, y su posterior destrucción y retirada, así como el consumo energético de todas las diversas industrias implicadas en estos procesos.